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enAIRA, un espacio para la Danza Movimiento Terapia en Bilbao

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Es un proyecto ilusionante, que nace desde la experiencia personal y profesional que nos empuja, en estos tiempos, a dar un paso más. Queremos aportar nuestro granito de arena, intentando potenciar miradas diferentes hacia nosotros mismos, hacia los demás y como no podría ser de otro modo, hacia el mundo que nos rodea.

Es un espacio terapéutico, cuidadoso, lento, pensado y acondicionado para acoger. Bebe de las terapias creativas, a través de la Danza Movimiento Terapia y se sirve del proceso creativo para transitar un camino que pretende acompañar en un viaje de construcción personal.

Es un espacio para moverse y no siempre tiene que ser un espacio para bailar. Pretende ser un lugar abierto a la exploración personal sobre lo que se mueve por fuera y por dentro. Porque ese es nuestro trabajo: tratar de hacer dialogar cuerpo y mente, en una comunicación que pueda realizarse cada vez de forma más fluida y que poco a poco tienda a la propia integración personal.

Desde la Danza Movimiento Terapia, también desde otras disciplinas corporales, se ha evidenciado científicamente que cambios en el movimiento provocan cambios en las formas de estar, de actuar, de sentir, de ser.
 
Si tu camino pasa por nuestro espacio, estaremos presentes para acompañarte.

Las raíces

enAIRA, para mí, es el símbolo de la colaboración comunitaria para conseguir nutrición.

Os invito a un viaje en el tiempo, increíble, pero unos cuarenta años atrás…

Mis padres son originarios de dos aldeas en el sureste de Galicia. Son lugares perdidos entre montes de castaños y piedra pizarra, a los que se llega, solo, después de recorrer pistas de tierra serpenteantes, que le roban a la naturaleza pequeñas líneas de su increíble potencia. El olor a tierra mojada y el verde lo inunda todo y la posibilidad de llegar por casualidad es prácticamente imposible. Son lugares “de otro tiempo”, incluso en este tiempo nuestro, y son los lugares donde yo pasé todas las vacaciones de mi infancia y parte de mi adolescencia.

Mi padre trabajaba en una fábrica y tenía sus vacaciones en agosto, como “todo el mundo” entonces. Así que, a principios de mes, toda la familia llegábamos al pueblo. Allí, se unían a mis abuelos y a mis tíos para trabajar en el campo y recoger la cosecha de trigo y centeno. Cuando esos cereales estaban cortados y recogidos se llevaban a la aira, una construcción familiar o comunitaria, dependiendo de la aldea, donde se acumulaba y se preparaba el cereal en cuestión, para la trilla.

Las airas eran y son espacios con suelo de pizarra, de forma ovalada o redonda y generalmente rodeadas por paredes de piedra. Allí era donde, familiares y amigos, se reunían el día acordado. En el dialecto de la zona, la trilla era la malla y atendiendo a las previsiones meteorológicas, según una ancestral conexión con la naturaleza que les permitía leer sus mensajes, cada verano se iba encontrando el tiempo para una tarea titánica.

En esas airas se trabajaba, pero también se socializaba, se generaba la danza de ese grupo dedicado a un objetivo, que creaba una dinámica donde cada uno aportaba su propia presencia, y por supuesto, su acción en forma de trabajo. Mis recuerdos son los de una niña revoloteando alrededor, jugando a trabajar y disfrutando de ver a los adultos colaborar…siempre mirando al cielo.

Ahí encuentro las raíces de mi vivencia con el trabajo grupal. En un lugar atemporal, donde personas, en conexión con una naturaleza que formaba parte de su propia existencia, colaboraban para desarrollar una tarea muy física, en medio de un baile, donde cada uno jugaba su propio rol y donde la dinámica de cooperación permitía conseguir el pan, la base de la nutrición para poder subsistir todo el año. Además, toda esa danza, configuraba la base de la intersubjetividad que permitía a estos pueblos crecer en interacción directa con el otro y con el medio que les rodeaba.

Y como no podía ser de otro modo, la malla siempre terminaba con una comida en la casa de la familia ayudada. Todo el esfuerzo compartido era motivo de celebración y de declaración de agradecimiento. De este modo, el verano tenía una coreografía muy clara en estos pueblos: una grupal. Después de duros inviernos y momentos de escasa interacción, cada persona era importante y tenía su lugar dentro del grupo.